Ajenjo: Tu correo me llegó precisamente en momentos en que escribía la carta que te anexo. Y me pregunté, después de terminarla, cuál razón me impedía hacerla conocer a otros y otras que, quizá más que el destinatario, puedan comprenderla en su desgarrador sentido. Quizá sea una estupidez. Pero sólo será una más. No me interesa ser perfecta.

19 de diciembre de 2000

Es mediodía. Como hace mucho tiempo no ocurría, estoy en la casa un martes a estas horas. No te extrañes. Vine un poco por cansancio de todo, un poco a supervisar los trabajos en los baños, que todavía no terminan y que, además, me han creado un gran desencanto. Demasiado dinero invertido para no quedar satisfecha. Esas son las pequeñas cosas cotidianas que ya no puedo compartir contigo.

Ayer fue un día malo, muy malo, como lo vienen siendo todos desde el pasado 30 de noviembre, final de esta historia, lo que no deja de encerrar una paradoja. Anoche llegué tarde de la revista, cansada físicamente y con el ánimo atribulado. Me senté mecánicamente frente a la computadora y busqué un juego con el cual disipar ambas cosas. Antes, me serví un trago de vodka, que aprendí a disfrutar contigo. Y después otro y otro y otro… Fui del rompecabezas a las cartas en un esfuerzo inútil por no pensar. Harta de esta estúpida huida de mi misma, me metí en la cama sólo para no poder conciliar ni el sueño ni el sosiego.

No sé a qué hora de la madrugada tuve una suerte de conmoción sicológica. Me dije en voz alta que todo este sufrimiento no era más que un desperdicio de energías emocionales, mucho mayor y más doloroso porque, aunque no me lo confesara íntimamente, sabía que ni siquiera tenía el secreto aliciente de ser compartido. Y me repetí, para convencerme de la futilidad de mis lágrimas y para darme la oportunidad definitiva de sonarme la nariz poniendo fin a mis episodios de llanto, que tu vida debía seguir igual que antes, igual que siempre, sin que mi ausencia produzca en ti la inexpresable desolación que me provoca la tuya. Pero, en ciertas circunstancias, la revancha es ineficaz. No consuela. De nada serviría sumar dos dolores, cuando con uno basta como epílogo. Este es el caso. Ningún aliento obtengo de la certeza de que vivimos la relación y su desenlace de manera distinta.

Tengo la tentación del reproche, no voy a negártelo. El "derecho al pataleo" debería serle reconocido, sin discusión, a quien se queda impotente en medio del camino y no tiene otro recurso que la catarsis. Pero tampoco valdría de nada. Reprocharte me obligaría a detenerme en detalles que resultarían odiosos, incluso para mí, tan urgida de desmontar el andamiaje del sueño que fui construyendo con una gran pasión porque el amor, el verdadero, nunca ha sabido hacer otra cosa.

Estoy desarmada frente a la realidad. La idea de este desamparo puede dártela saber que me debato hasta desgarrarme entre la ordinariez de la interpretación despechada y la búsqueda desesperada de las razones que me llevaron a inventarte. Aunque parezca difícil entenderlo sin que asome la duda de un intencional menoscabo, mientras te pienso me pienso a mi misma, y termino haciéndome más preguntas sobre mí que sobre ti.

¿Qué ha pasado conmigo que no he sabido cuidarme? ¿Por qué he apostado a ciegas, cuando pude saber siempre que la apuesta era un salto al vacío? Un estudioso de la conducta humana diría que hay algo disfuncional en ello y me tienta descubrirlo, sólo por placer intelectual, antes de que ya no tenga ningún sentido. No lo haré rumiando a solas mis dolores ni lamiéndome las heridas. Aunque la época resulte poco propicia, inicio la semana próxima mis visitas al sicólogo. Ya ves, todavía no destierro mi espontaneidad en la confidencia contigo. Pero sí, es así. Creo que necesito ayuda profesional y no voy a negármela. Para algo debe servirme la inteligencia.

¿Qué voy a decirle al sicólogo? Lo primero será explicarle por qué me siento frente a él. Hay una motivación fundamental: quiero salir de mi abatimiento economizándome la mayor cantidad posible de daño emocional. Y remendar lo maltrecho, que es mucho. Digo bien: remendar, porque hay resquebrajaduras que ni el más fino de los restauradores puede reparar. Se quedan ahí por mucho que las disimulen, y si no son visibles a los ojos en este mundo de apariencias, si lo son al tacto de la sensibilidad.

Y una de las cosas que más me apremia remendar es el desgarrón en mi fe en la posibilidad de encontrar a alguien con quien compartir lo que me queda de vida de la manera luminosa que bulle en mi cerebro, en mi corazón y, ¿por qué no?, en mis necesidades. La verdad también se inventa, dijo Machado. Alguien que se acerque a mí porque, pese a mis muchos defectos, también tengo virtudes que me hacen amable, respetable y defendible. No quiero morirme escéptica, descreída, en los valores humanos que me son caros, mucho menos confundida.

Tampoco quiero decirme, como mandaría el sentido común, que este nuevo tropezón debería servirme para levantar los pies. Así no vale, porque deshumaniza al hacerte mirar el suelo y no el cielo, y yo soy lo suficientemente terca como persistir en mi propósito de ser cada día el mejor ser humano que pueda ser. Me gusta más la posibilidad de tener la cabeza en las nubes, aunque sufra por ello. Prefiero decir, con Sábato, que "pertenezco a esa clase de hombres (y de mujeres, agrego) que se han formado en sus tropiezos con la vida".

Cuando así se piensa, podemos llegar a querer nuestros errores, sólo porque han sido demostraciones palmarias de que se rechaza la incolora satisfacción de la seguridad, cualquiera que ella sea. Y porque ganamos en estatura humana al reconocer, no sin cierto gozo espiritual, que somos vulnerables. Pero como desecho volverme intolerante, necesito descifrar mis razones y las ajenas para actuar como actuamos.

Para que el dolor no me reseque el alma, también debo aceptar en su rotunda validez aquella otra frase de Sábato que una vez compartí contigo: "Aunque terrible es comprenderlo, la vida se hace en borrador, y no nos es dado corregir sus páginas".

Es decir, no puedo dar marcha atrás en el tiempo, ni llevar el cursor, para suprimirla, hasta la atrevida frase que pronuncié una noche de abril de 1999 y que abrió el surco donde germina mi presente desesperanza. Los acaeceres son irreversibles. Y a estas alturas nada puede ser cambiado. Así que acepto el fardo de haber vivido… y de haberme equivocado porque está inscrito como posibilidad en toda existencia franca. No soportaría no equivocarme nunca. Sigo mirando al cielo.

Tampoco puedo corregir el borrador de mi confianza, no sólo porque no me es dable ni mucho menos quiero, sino porque en él escribí lo mejor de mi misma. Fue, como dijo Cernuda, "Una pausa de amor entre la fuga de las cosas". Y no hay nada tan extraordinario como amar de veras, sin medias tintas, con absoluta y ciega entrega. Sorbiendo cada palabra del amado, viendo en sus ojos solo transparencia, mirándonos en él porque es nuestro espejo. Adorando la sonrisa y la risa, el hoyuelo en la barbilla, el canoso pelo, el cuerpo dulce. En esa pausa, que a ti te debo, me sentí nueva, no renovada. Todo se volvió distinto. Y si muchas cosas se fugaban entonces de mi vida, esa pausa de amor las compensó con creces.

Si ahora la fuga de las cosas, entre las que está la alegría de vivir que me devolvió la pausa que me regalaste, se hace cataclísmica, debo pensar seriamente qué hago conmigo. Como hasta el momento prefiero la capacidad creadora del tropiezo a la consunción en la prolongada amargura, trataré de pasar balance de manera serena. Sin crispaciones infecundas. Quizá deba concluir en que si algún engaño hubo, fue el de mi febrilidad amorosa, que fue buena, pese a todo. Nadie, por tanto, debe pagar mis culpas… aunque lo merezca.

Larissa

República Dominicana

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